
Por Luis Miguel Guzman. El Autor es estratega político. Reside en EEUU
Una campaña que parte de esta premisa comete dos errores de planeación graves.
El primero, y más importante, pensar que el elector no es inteligente y que está más preocupado por el entretenimiento de la contienda, que por lo que es realmente importante para él. El segundo, que un candidato logre ganar el debate de la opinión publicada, es decir, derrotar al adversario en los términos de la clase política y los líderes de opinión, pero perdiendo el debate en la opinión pública y, por tanto, perder en las urnas frente a una campaña que sí haya conectado con los electores y sus preocupaciones más sentidas.
Los candidatos, la gran mayoría de ellos –por historia, por ideología, por formación– están convencidos que la política es la que dicta las estrategias de comunicación. Hay algo de cierto en ello. Uno no puede comunicar inconsistencias en términos de valores y posturas, si no quiere que su candidato sea tachado como un swinger o un acomodaticio, una de las cuestiones que castigan con más saña los electores.
Pero, en el fondo, una campaña es comunicación, no política, y mucho menos diálogo con la clase política y mediática, es, ante todo, una charla con los electores.